El Sembrador, la Semilla es la Palabra de Dios

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ESTAS palabras han estado en labios de muchos en la hora de la muerte. David las puso en el Salmo 31:5: “En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad”. Hay, sin embargo, una gran diferencia entre las palabras de David y las de Cristo. El Hijo de Dios antepone “Padre” y omite la referencia a la redención. El salmista habla como un pecador que acude a Dios buscando salvación. El Salvador habla como un vencedor que viene a Dios para presentarle la salvación que ha obtenido para los hombres.

Esteban, y muchos mártires y creyentes a través de los siglos, han muerto con estas palabras en sus labios. Pero aquí también hay una diferencia. Ellos no podían retener su espíritu, la muerte los vencía. Cristo pronunció estas palabras “clamando a gran voz” (Lucas 23:46), lo que indica que fue una acción voluntaria. “Pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17,18).

En esta acción victoriosa, vicaria y voluntaria, vemos a Cristo como profeta, sacerdote y rey.

PROFETA. Cristo es el profeta anunciado por Moisés. Su vida estaría segura en las manos de Dios. Nosotros no tenemos que esperar hasta el momento de la muerte para poner nuestras vidas en esas manos poderosas (Juan 10:27,29). Como profeta, Cristo predicó su mensaje más importante desde la cruz. Como muchos profetas del Antiguo Testamento, dramatizó su mensaje. Todo lo que él es y dijo se puede entender solamente a la luz de la cruz. El mensaje de Dios a la humanidad es el mensaje de la cruz.

SACERDOTE. Con sus últimas palabras, como nuestro Sumo Sacerdote, Cristo llega a la presencia de Dios y ofrece el sacrificio por nuestro pecado. En este momento el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo (Mt. 27:51) indicando que ya no hacían falta más víctimas, más sangre, ni más expiación por el pecado.

“Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día,… de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hebreos 7:26,27).

REY. No olvidemos que Cristo murió en la cruz como rey. La tabla en que estaba escrita su causa proclamaba en tres idiomas que él era Rey. Llevaba una corona extraña, de espinas. Su última palabra en la cruz fue la proclamación de un Rey.

Su voz no fue débil. Controlaba plenamente la situación. El relato inspirado cuidadosamente indica esto. El Rey pasa de los tormentos del infierno a la presencia de Dios con la palabra “Padre” en sus labios. En él no había culpa ni mancha alguna. Fue más fuerte que la muerte, venció a Satanás y llega a la presencia de Dios llamándole Padre.

Este Rey, con voz de mando, usa a la muerte para llevar su espíritu a Dios. El primer Adán y todos sus descendientes, son esclavos de la muerte, pero el postrer Adán, es su vencedor y la muerte le obedece.

Al morir, el Rey transforma a la cruz, signo de ignominia y vergüenza, en signo de poder y victoria. En el lugar de degradación y miseria “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10).

Nunca hubo y nunca habrá un rey cual Jesús. Ciertamente es extraordinario y glorioso el Rey que ocupó una cruz en el lugar llamado Gólgota.


Allí, en la cumbre del Calvario, podemos encontrar a:

Nuestro Profeta, la fuente de VERDAD;
Nuestro Sacerdote, el único CAMINO a Dios;
Nuestro Rey, el Autor de la VIDA.

Abramos nuestro corazón y creamos.
Doblemos nuestra rodilla y adoremos.
Rindamos nuestra vida y sirvámosle con integridad.


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